El mar no enseña a los marineros que se quedan en la orilla ante el primer nubarrón. Tampoco a aquellos que sólo conocen su diurna calma. El verdadero navegante nace en la tormenta, en el violento vaivén de las olas que no dejan pensar, sólo sentir. El faro gira a lo lejos, corta la noche con su luz, pero no es la luz lo que salva. Es el instante en que desaparece, ese breve espacio de oscuridad, donde el tripulante recuerda que no existen atajos. Con esfuerzo y paciencia, así se cruza el abismo. No hay otra forma. La luz rompe y restaura la oscuridad, como ese respiro que nos mantiene vivos. Y el faro, en silencio, sigue girando. No para iluminar, sino para recordar que, a veces, es en la oscuridad donde se encuentra el camino.
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