El aburrimiento es una rareza en estos tiempos de velocidad constante, donde todo parece moverse más rápido de lo que podemos asimilar. Vivimos rodeados de pantallas que brillan, noticias que se suceden sin pausa, mensajes que llegan y se van antes de que podamos responder. Y, sin embargo, ahí está, el aburrimiento, como una grieta en el ritmo frenético del mundo. No es el aburrimiento de nuestros abuelos, ese que nacía de la quietud y el silencio. Este es distinto, más insidioso, como si surgiera de la saturación misma, del exceso de todo. En las parejas, el aburrimiento se disfraza de indiferencia. Las conversaciones se vuelven monótonas, los gestos, mecánicos. El amor se desgasta en la repetición tan temida. Y entonces llegan los reproches, las miradas que ya no se encuentran, las palabras que hieren sin querer. El aburrimiento ya no es sólo la ausencia de algo, es la presencia de un vacío que duele. Hay quienes intentan llenar ese vacío con más velocidad, más estímulos, más ruido. Pero el aburrimiento no se va, sólo se esconde durante un tiempo, espera. Y cuando resurge, lo hace con más fuerza. "La vida es demasiado corta para aburrirse", dijo alguna vez Oscar Wilde. Y tal vez tenía razón. Pero, ¿cómo no aburrirse en un mundo que nos ofrece todo y nada al mismo tiempo? La solución no está en correr más rápido, en buscar más distracciones, sino en detenerse, en hacer una pausa y respirar, en encontrar algo que nos haga sentir vivos, en mantener la llama encendida aquí y ahora. Un proyecto, una idea, un deseo. Buscar siempre dar el paso que nos coloque en el camino deseado. Cualquier cosa es mejor que la inmovilidad, que la sensación de estar atrapado en un ciclo sin fin. El aburrimiento es el enemigo, pero también una oportunidad. Un llamado a despertar, a actuar, a vivir. No hay excusas, no hay salvación, sólo hay acción, movimiento, vida. Usemos el aburrimiento como lo hacían nuestros abuelos, para crear. No hay otra opción: hacer o morir.
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