Si seleccionáramos personas al azar y les formuláramos la siguiente pregunta: ¿Cuál fue el primer gran avance de la civilización?, es probable que la mayoría pensara en algo monumental, ruidoso, tangible. Quizás mencionarían la rueda, el fuego o las primeras palabras talladas en piedra. Respuestas que apuntan a grandes descubrimientos que perduran en la memoria colectiva como hitos imborrables. Sin embargo, se me ocurre una respuesta distinta, tan pequeña que podría pasar desapercibida, pero tan profunda que acaso contiene el germen de todo lo que vino después: un gesto. Un gesto que no construyó imperios, que no conquistó tierras, que no dejó huella alguna en la tierra. Un gesto que, sin embargo, lo cambió todo. Imaginemos la primera vez que alguien extendió la mano y dio. No hablo de un trueque, ni de un cálculo interesado, ni siquiera de un acto de supervivencia. Hablo de algo más raro, más delicado, más humano. Pienso en la primera vez que alguien miró lo que tenía y pensó: "Esto no debe ser sólo mío". En ese instante todo cambió. No en el mundo exterior, no en la materia, sino en nosotros. Porque ese gesto, ese pequeño, desinteresado y silencioso gesto, fue el primer latido de algo que aún hoy nos define. No como constructores de pirámides o amos de la tierra, sino como criaturas capaces de mirar al otro y decir: "Aquí, esto es para ti". Así, sin ruido, sin estruendo, sin grandes proclamas. No con el brillo del metal, ni con la fuerza de los ejércitos, sino con la quietud de una mano que se abre y da. Un gesto que no conquistó nada, pero que lo ganó todo. Porque en ese acto, en esa entrega silenciosa, nació algo que trasciende el tiempo y el espacio: la idea de que somos más que individuos aislados, que hay un hilo invisible que nos une, un hilo tejido con pequeños actos de generosidad, de empatía, de humanidad.
miércoles, 19 de marzo de 2025
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