Nació donde el mundo no lo esperaba. Una ciudad vasta y gris, de puertas selladas y ventanas enrejadas. Allí, él era un error viviente -una planta en medio del desierto-. Huyó. No por coraje, sino porque quedarse era desangrarse. Encontró un pueblo sin nombre. Una casa derruida que compró sin razones, sólo porque al apoyar la mano en sus paredes, sintió el eco de algo que podía ser suyo. La reconstruyó despacio, no como un albañil, sino como quien desentierra algo olvidado dentro de sí. Cada grieta cerrada era una pregunta menos. Pasaron años. Las noches olían a leña y a luna. Ya no cargaba el peso de los días. A veces, al mirar al cielo, sentía que aquella vieja herida en su pecho por fin había cerrado. Cuando murió, no hubo lamentos. Sólo el crujir de los postigos, el viento moviendo el polvo donde, sin querer, había escrito su nombre. En las paredes. En los caminos. En la memoria lenta de los que quedaron. Nadie elige dónde nace. Pero todos elegimos dónde morir, o deberíamos hacerlo. El pueblo sin nombre. La casa que lo tuvo, apenas un suspiro, un capricho de tiempo. El polvo que memorizó su nombre cuando él ya era aire. Allí, en ese olvido preciso, estaba su lugar verdadero. No en la ciudad que lo expulsó, sino en el sucucho del mundo que eligió para quedarse, para ser, por fin, lo que siempre había sido sin saberlo. El último mapa no se traza con fronteras. Se dibuja con el tiempo que pasamos en un lugar, con las paredes que levantamos, con el silencio que hacemos nuestro.
lunes, 28 de abril de 2025
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