La suerte siempre me obsesionó. Un enigma indescifrable, un capricho que reparte destinos arbitrariamente. Yo, incauto optimista, necesitaba creer que había un orden secreto. Y esa noche, en el club "Defensa" de Dolores, el azar me dio la razón.
Fue después del partido, entre el humo y el rumor de los vasos, cuando apareció Antonio Carmona. Bajo, bigote entrecano, piel ajada por los años. Llevaba una campera de cuero negra, incongruente en aquel calor sofocante. Su voz ronca, que parecía guardar el secreto de un whisky añejo, rompió el silencio:
-No se vaya. Es de mala suerte tomar el quinto vaso solo.
Acepté. Y entre sorbos de vino tinto, me entregó un espejo antiguo: marco de madera oscura, vidrio desgastado como un recuerdo viejo, marquetería fina en el dorso que daba la sensación de estar cargado de historias.
-No es un adorno -aclaró-. Refleja los deseos verdaderos del alma, esos que enterramos por miedo o por mandatos.
Sus palabras olían a alcohol y locura, pero sus ojos, húmedos y profundos, las volvían irrefutables.
-Sólo sirve para quienes guardan un potencial oculto- añadió antes de perderse entre las sombras.
Pagué la cuenta y apuré desmañadamente el paso hacia la calle.
No recuerdo nada más de esa noche, pero al día siguiente decidí renunciar a mi oficina sin ventanas. Ahora vivo entre libros, arañando el alma de mi sufrida guitarra, regalando horas al silencio verde de mi jardín. Los martes y jueves doy charlas en el "Defensa" acerca del "Método del espejo: Mirarse profundamente para encontrar el camino".
Nunca más supe de Carmona. Tal vez fue un borracho iluminado... o un ángel con campera de cuero. Pero su espejo sigue aquí, apoyado en mi escritorio. Me recuerda, cada día, que la suerte no es casualidad: es el valor de ver lo que siempre llevamos dentro.
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