Bien mirado, el egoísmo auténtico no es un vicio. El mundo te exige capitulación. Te induce a rebajar tus ideas, a moldearlas para encajar en el rebaño. "La grieta" no nace sólo de la divergencia auténtica, sino también del miedo a ser señalado y del pánico a perder el abrazo del grupo. Pero el buen egoísta -aquel que sólo escucha su brújula interior- sabe que someterse es un suicidio discreto. Es paradójico, pero ese individuo, radicalmente fiel a sí mismo, analiza el mundo con mayor precisión. Palpa injusticias que envenenan el aire común, detecta contaminación que mancha su propia piel, detecta hambre que genera caos, detecta ruido que corroe su calma. Comprende que ningún bienestar es posible en un sistema diseñado para la infelicidad colectiva. ¿De qué sirve su riqueza si la desesperación ajena derriba su puerta? ¿De qué sirve su salud en un entorno enfermo? Por puro cálculo existencial, ese egoísta se vuelve revolucionario. Exige justicia porque anhela paz. Combate la explotación porque busca seguridad. Defiende la educación porque necesita un mundo menos estúpido. Su lucha no nace de la bondad, sino de una verdad elemental: la infelicidad ajena es una bomba de tiempo contra su propia supervivencia. Así, ese "egoísmo" condenado por hipócritas se revela como la única lógica sensata. Defender tus ideas no es mezquindad: es el último acto de cordura en un teatro de sumisos. Porque transformar el mundo no es altruismo. Es un acto de legítima defensa. Bien mirado, ese egoísmo auténtico no es un vicio. Es la revolución más pura.
jueves, 29 de mayo de 2025
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