Se paran ahí, erguidos, convencidos de que el problema son los otros. Los de más allá. Los que no piensan como ellos. Los que no temblaron cuando debieron, o temblaron cuando no era el momento. Dibujan una raya en el piso y juran que de este lado está lo bueno, lo puro. Del otro, la podredumbre. Pero el mal no es un país lejano. No se esconde en las palabras equivocadas ni en las manos ajenas. Vive aquí, en este mismo pecho, en el latido que no queremos escuchar. ¿Matarlo? Sería cometer suicidio. Nadie lo hace. Nadie se atreve. Hipocresía recíproca. Por eso sus discursos de progreso, sus promesas de un mundo mejor, siempre tienen algo de farsa. Y en el fondo lo saben. Porque los pronuncian con la misma voz que alguna vez lanzaron órdenes tan crueles como cobardes. Con los mismos dedos que cerraron un puño cuando nadie miraba. La verdad es más cruda: no hay inocentes. Sólo el coraje de admitir que todos llevamos la grieta dentro. Y seguir caminando igual, sin inmolarse por nadie.
domingo, 3 de agosto de 2025
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