Partieron sin dudar, pues el lugar que habitaban ya no les ofrecía más que un aire pesado y un ritmo que los ahogaba. No era una huida, sino una decisión clara: había que escapar de aquello que ya no fluía, de lo que se había vuelto estático, como una partida interminable en la que las fichas ya no avanzaban. No llevaban un mapa ni un destino preciso; sólo la certeza de que debían moverse, dejar atrás lo conocido, como si el mundo les hubiera dado una señal silenciosa pero firme. Caminaron sin prisa, siguiendo el curso de un río que parecía entender su necesidad de fluir hacia la desembocadura. Cuando encontraron un espacio nuevo, un lugar donde el aire olía a mar y a posibilidad, se detuvieron. No sabían qué les esperaba, pero eso no importaba. Lo importante era haber escapado, haber dejado atrás lo que los paralizaba y estar listos para lo que viniera después. Al fin y al cabo, el juego siempre continúa, uno sólo elige la mesa donde jugarlo.
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