Llegará un día en que abrirás los ojos y el futuro ya no será aquel paisaje generoso donde guardabas todos los comienzos. Seguirá ahí, sí, pero más compacto, como una maleta que ya no admite más sueños. Entonces volverás la cabeza y verás, con una mueca incómoda, que el pasado es ahora una ciudad desbordada, llena de esquinas que no doblaste, de puertas que no abriste, de conversaciones que postergaste. No es el terror a la muerte, no precisamente. Es algo más sutil, casi químico: la sensación de que la vida, en algún instante, dejó de ser una apuesta para volverse un catálogo. Has juntado horas, estaciones, silencios. Algunos arden todavía; otros se han vuelto ceniza sin llama. Lo que duele no es lo que elegiste, sino lo que imaginaste elegir y nunca sucedió. Aquellos planes que colgaban del techo, ingrávidos como nubes, y que un día se disolvieron sin lluvia. La ansiedad siempre fue una cómplice discreta. Te lanzaba hacia adelante, te recordaba que todo lo esencial siempre estaba a punto de ocurrir. Pero ahora la cuenta es otra: hay más ya andado que por andar. Y la ansiedad, sin su horizonte habitual, se repliega, se envenena. Se convierte en una melancolía al revés: no extrañas lo que viviste, sino lo que dejaste vivir sin ti, como un adelanto de la finitud. Algunos aseguran que a los cincuenta empieza la segunda parte. Bonita mentira. No hay partes, sólo una línea que se alarga o se quiebra. Lo único cierto es que ahora lo sabes, con una claridad casi indecente: el tiempo nunca fue esa reserva inagotable. Algunas ventanas, en efecto, ya no se abrirán. Pero hay un resquicio, mínimo y obstinado: la libertad de dejar de sumar. De caminar sin contabilizar los pasos. De mirar el reloj y encogerte de hombros, porque al fin aceptas que nunca supiste qué hora marcaban esas malditas agujas, ni importaba...
miércoles, 2 de abril de 2025
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