La vida es un juego de equilibrios, una partida en la que las cartas no se muestran, sino que se guardan con cuidado. Sonreír cuando el gesto no nace, callar lo que quema, hablar sólo de lo que no deja huella. Son movimientos aprendidos, casi instintivos, que mantienen el paño de juego en calma y evitan el desastre. Se trata de un acuerdo tácito, invisible, que todos firmamos sin leer: no tocar lo que duele, no nombrar lo que afecta. Así, las conversaciones se llenan de aire, de palabras que flotan y se desvanecen. El clima, los precios, el vecino, la vecina, el perro, las noticias del día. Temas que no exigen nada, que no comprometen. Si bien, por lo general, esa ligereza es un refugio, un modo de seguir adelante sin romperse, vivir siempre en esa superficie tiene mucho de engaño. Como si, poco a poco, nos convirtiéramos en aquello que representamos. "El hombre está condenado a ser libre", escribió Sartre, pero tal vez también está sentenciado a fingir, a ser lo que no es, al punto de olvidar quién fue. Y así, sin darnos cuenta, todos terminamos actuando en la misma obra.
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