Tomás su mano. Por un instante, creés contener el universo en ese pliegue de piel contra piel. Luego viene la sonrisa. Esa exacta deformación del rostro -como si alguien hubiera doblado el mismo papel dos veces- donde reconocés tu vieja manera de fingir alegría cuando el mundo te dolía. Ahí lo ves claro: no estás pasando una antorcha, sino devolviendo al mundo una versión corregida de todos tus errores. Tu oficio empieza a ser el de navegar por él las estrellas. Tres ecuaciones imposibles: Le mostrás el abecedario para que pueda describir tus defectos con elegancia. Le enseñás a atar los cordones para que pueda desatarse cuando sea necesario. Le das un corazón sólo para que aprenda a romperlo. El final es siempre el mismo: un día te señala un lugar en el mapa que no sabías que existía. Y en ese instante entendés que toda paternidad es sólo un hermoso malentendido.
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