Amanece.
La luz no pregunta. No elige. No juzga. Cae sobre todo por igual: sobre las heridas, sobre lo intacto, sobre lo que ya no duele. Podrías jurar que esta vez será distinto. Que el aire fresco traerá algo nuevo. Pero el día avanza indiferente, repitiendo su viejo ritual. Las horas pasan. Nada se transforma.
Nadie salva.
Ni el sol, ni el silencio de las mañanas, ni ese instante perfecto en que todo parece posible. La belleza no redime. La claridad no perdona. Queda la piadosa caricia del alba en la piel, el sabor amargo de la espera, el frágil consuelo de ver cómo el mundo sigue, imperturbable, hermoso en su crudeza. Y nosotros acá. Sin ser elegidos. Sin ser salvados. Simplemente estando, mientras la luz lo inunda todo sin distinciones.
Amanece otra vez.
Nadie salva.
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