El hombre lleva consigo una carga invisible. Es algo profundo que ha crecido con él desde que aprendió a mirar al cielo y preguntarse por qué. Es el peso de lo que cree ser, de lo que aspira ser, de lo que teme no llegar a ser. Sin embargo, hay momentos en los que esa carga se desvanece, no porque desaparezca, sino porque puede ser vista con claridad. En ese estado de lucidez, el hombre encuentra algo que no esperaba: la verdad de sí mismo. No es un descubrimiento grandioso, ni un giro dramático en la trama de su vida. Es algo más silencioso, más liviano, más íntimo. Como si, al fin, el hombre se diera cuenta de que no necesita cargar con todo lo que ha acumulado. No son las posesiones, ni los logros, ni siquiera los recuerdos, los que lo definen. Es algo más esencial, más desnudo. Algo que ha estado allí todo el tiempo, esperando ser visto. Hay un instante, breve pero luminoso, en el que el hombre comprende que no es lo que tiene, ni lo que ha hecho, ni lo que espera hacer. Es, simplemente, lo que es. Y eso, aunque parezca poco, es todo. Es suficiente. Es más que suficiente. Porque en esa comprensión, a menudo tardía, el hombre se libera. No de sus circunstancias, ni de sus errores, ni de sus dolores, sino de la ilusión de que necesita ser más de lo que es. Y entonces, como si una mano invisible hubiera apartado un velo, el hombre ve el mundo con nuevos ojos. No es un mundo perfecto, ni mucho menos. Es un mundo lleno de grietas, sombras y preguntas sin respuesta. Pero es el suyo. Y él, con todas sus imperfecciones, es parte de ese mundo. No hay mayor coherencia. No es posible cambiar el mundo. No es necesario que cambie él. Sólo necesita ser en ese mundo imperfecto, con la misma naturalidad con la que un árbol está en la tierra o una nube en el cielo. En ese cielo que hay que aprender a mirar.
viernes, 14 de febrero de 2025
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