Al recorrer la ciudad como turistas, podemos darnos cuenta de que las calles son un escenario donde la gente avanza sin cruzarse, como si cada uno interpretara un papel en una obra que nadie escribió. Las pantallas, omnipresentes, suelen mostrar imágenes que no dicen nada, pero que todos observan. Los objetos en las vidrieras parecen esperar algo que nunca llega, como si el deseo mismo se hubiera evaporado. Las preguntas, esas grandes preguntas, siguen flotando en el aire, pero nadie las formula en voz alta. Recuerdo un día en el que en muchas de esas pantallas apareció una figura. Nadie importante, ni siquiera alguien conocido, pero hablaba de un lugar lejano donde las cosas tenían un orden, un sentido. Muchos, inmóviles frente a las pantallas, lo escucharon con atención y curiosidad durante algunos minutos, pero prontamente lo olvidaron. Sólo a mí, no sé por qué, esas palabras me hicieron pensar que quizás no hacía falta ir tan lejos. Quizás todo estaba allí, en ese instante, en ese lugar. Recuerdo que miré el cielo, gris y cerrado, y por un momento imaginé que detrás de esa neblina debía haber algo más. Pero no importaba. Lo único importante pasó a ser la gente, las calles, las preguntas sin respuesta. La vida, tal como era, con su extraña y frágil belleza. No hay que buscar refugio en ningún otro sitio. Aquí, en este momento, es suficiente. O al menos, debería serlo.
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