Me despierto cuando el gallo corta el alba con su canto de tijera. No hay reloj que marque esta hora exacta entre la noche y la mañana. Uno más tres. Un latido para abrir los ojos. Tres respiros para recordar que sigo aquí, en este pueblo donde el tiempo tiene otro olor. La panadería ya despidió sus primeros humos cuando llego. Un paso para entrar. Tres segundos para que el aroma a masa quemada me llene los pulmones como un bautismo. "La de siempre", digo sin decir. Ella ya sabe. Entre sus manos florece una hogaza dorada que pesa como una promesa. Uno más tres. Un mordisco aquí, ahora. Tres más para el camino de vuelta, mientras las primeras luces dibujan sombras alargadas sobre la tierra batida. Vivo dentro de una esfera que construí con restos de días tranquilos. No es perfecta -tiene agujeros por donde se cuelan las preocupaciones- pero aquí dentro todo pierde peso. Un problema real. Tres inventados que se desinflan al amanecer. Las sorpresas llegan como el viento de octubre: una carta olvidada en el buzón. Uno más tres. Una verdad incómoda. Tres mentiras piadosas que la envuelven como capas de cebolla. El pueblo marca el compás con sonidos antiguos: el badajo de las ocho, el silbato del tren de las once. Yo tengo mi propia partitura. Uno más tres. Un paso firme. Tres dudas que se quedan rezagadas como hojas secas. Al cruzar la plaza vacía, el mundo me ofrece su trato silencioso: una hogaza caliente a cambio de este instante preciso. Un pan. Tres migajas que caen y dibujan constelaciones en el polvo. No es mucho, pero es suficiente. La felicidad aquí nunca ha necesitado grandes ecuaciones. Uno más tres. Un recuerdo que quema. Tres olvidos que sanan. El resto es esperar a que el sol seque el rocío sobre los tejados, mientras me aferro a la única fórmula que importa: un corazón, tres costras de pan compartidas con los pájaros. Uno más tres.
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