Permanecer es un verbo que se conjuga en velocidad. Imaginate un equilibrista sobre un alambre que no cesa de moverse: cada músculo ajustado, cada respiración calculada, el cuerpo vibrando en una quietud que no es más que la suma exacta de gestos opuestos. Así somos, criaturas que creen habitar un punto fijo mientras, en secreto, se deslizan sobre una cinta infinita. Detenerse es imposible. Incluso para no caer, hay que correr. Pero hay una ilusión más sutil: la de volver. ¿Regresar? Ningún lugar acepta dos veces la misma huella. Llegás a la esquina donde jugabas de niño y descubrís que el tiempo no borra, sino que pule, como un viento que talla la piedra. Las paredes tienen otras grietas, el aire otra densidad. Vos mismo rehiciste tus memorias, capa sobre capa, hasta que ya no reconocés el peso de tu sombra. Incluso el café donde te sentabas cada mañana: la misma silla, el mismo vaso, pero el gesto del camarero es otro, y la luz que filtra por la ventana ha aprendido nuevos ángulos. Es una ironía elegante: buscamos anclas donde atar el presente, pero el mundo sólo ofrece arenas movedizas. Quien insiste en clavarse en un sitio descubre, tarde o temprano, que se ha convertido en un extranjero. Porque no es el paisaje lo que cambia, sino la mirada que lo habita. Y entre los dedos que tocan la mesa familiar, ya no están los mismos dedos. Quizá por eso seguimos corriendo. No para huir, sino para bailar con el vértigo de lo efímero. Hay una gracia en aceptar que no hay reposo, sólo coreografías perfectas que simulan la pausa. Así, en el centro del torbellino, inventamos la ficción de estar. Y tal vez, en ese movimiento perpetuo, encontramos la única forma honesta de existir: como llamas que se creen fijas mientras arden.
miércoles, 9 de abril de 2025
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