Es una idea que flota en el aire desde que el mundo es mundo, como esos viejos discos que giran una y otra vez sin que nadie los escuche. Julio Cortázar lo rozó alguna vez en un pasaje de Rayuela, con esa manera suya de jugar al desastre mientras construye catedrales. ¿Aprovechar el tiempo?, ironiza, como quien tira una piedra a un estanque sólo para ver cómo se hunde. Y luego, con esa sonrisa de quien sabe demasiado, añade: Prefiero perderlo, malgastarlo, matarlo, tirarlo por la ventana como un bollo de papel. El escritor sigue su juego. Déjenme ser la sombra que se alarga en la pared sin razón, o la taza de café olvidada que nadie recoge. El cigarrillo que se consume en el cenicero. Hay algo casi revolucionario en perderse a propósito. No asistir a esa cita. No contestar ese mensaje. No recibir el llamado. No fingir interés por aquello que nunca nos importó. Dejar que las horas se deslicen, sin intentar retenerlas. Empeñarse, con obstinación de artista, en la inteligente tarea de no producir nada. Nada en absoluto. O, dicho de otro modo: revisar la lista de prioridades desde nuestra más profunda humanidad. Habitar el ocio como quien conoce el final del camino sin perder el optimismo. Es el único terreno fértil para que nazca lo imprevisto. Para que surja todo. Perder el tiempo, deliberadamente, hasta que el tiempo deje de existir. He ahí el verdadero acto de libertad.
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